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sábado, 1 de agosto de 2009

Obsesión


Prólogo

Diciembre 1953

El vampiro se acercó a la ventana de su despacho y miró hacia el exterior. La avenida principal estaba atestada de gente. A pesar de lo tarde que era, unas cuantas familias paseaban con bolsas llenas de compras navideñas.

Angus sonrió ante aquella postal; a pesar de que ya no fuera humano, había algo en aquella costumbre que lo hacía sentirse cálido y relajado. El sólo hecho de ver a las familias reírse a pesar de las adversidades hacía que algo dentro de él volviera a la vida. Sin embargo, no había que desconocer que una extraña melancolía se apoderaba de él en estas fechas, la imagen de la familia que nunca tuvo solía presentarse, sin previo aviso, en su cabeza.

Sintió secarse su garganta, señal de que era hora de salir a cazar. Lo bueno de Nueva York era la gran cantidad de humanos que poseía, por ende, no corría el riesgo de quedarse sin alimento. Se colocó su largo abrigo negro y salió del edificio.

Afuera hacía un frío horrible, pero él podía soportarlo a la perfección. Anduvo unos cuantos pasos cuando una presencia a su espalda lo puso en guardia. Se giró y se encontró con quien menos quería encontrarse.

—Rodrigo —saludó al recién llegado—. ¿A qué se debe tu molesta presencia —preguntó de muy malas ganas.

El anciano ignoró el frío recibimiento y contestó de forma estoica, característica bastante normal en su persona.

—Me acaban de comentar que tus rastreadores han encontrado señal de un cachorro —le dijo.

Angus trató de disimular el creciente malestar que surgió en él al oír aquellas palabras. Desde que se había terminado la guerra con la firma del Tratado, el clan vampírico había decidido no bajar la guardia, por lo cual había formado La Sociedad que se encargaba de rastrear el nacimiento de cualquier cambia formas y la posterior eliminación, en una manera de controlar la amenaza que significaba que la manada de hombre lobos volviese a cobrar fuerzas.

Él era el jefe, el líder encargado de la mano armada de la especie y, por ende, caía sobre sus hombros la responsabilidad de ejecutar a los cachorros, y eso era lo que más odiaba. El tener que sacrificar a niños que no tenían conocimiento alguno de la guerra que se había vivido entre ambas razas, lo hacía sentirse la peor bestia que pudiese existir, pero era eso o el ser ejecutado por traición. Era un maldito cobarde que no era capaz de sacrificar su existencia por la vida de un inocente. Era el monstruo sanguinario que no le importaba matar por mantenerse en este mundo. Se daba asco, pero incluso así no era capaz de desafiar las leyes.

—No lo sé, Rodrigo. No me ha llegado ningún informe —le contetsó, tratando de parecer relajado.

El anciano lo perforó con aquellos ojos gris perla, como si quisiera hacerle un examen completo a sus pensamientos. Lo bueno era que su mente era lo suficientemente recia para mantener afuera al vampiro.

—Anastasia me lo dijo. Así que aprovechando que tú estás a cargo justo en la zona en donde se encuentra la cría, irás y lo ejecutarás —le ordenó Rodrigo—. Ya conoces las reglas —agregó.

Maldijo por lo bajo antes de asentir con la cabeza.

—¿Dónde se supone que se encuentra? —preguntó resignado.

—En la periferia de la ciudad, en la zona pobre —le respondió el anciano antes de desaparecer.

Angus inmediatamente destelló hacia el barrio y se concentró en encontrar la esencia del cachorro. No le fue difícil por lo que supuso que el condenado debía ser un niño, un bebé sin control sobre su identidad.

Volvió a destellar y apareció en la puerta de una pobre casa, vivienda digna de los barrios bajos de Nueva York. Se proyectó hacia el interior y no le fue difícil hallar una cuna. Se quedó petrificado cuando unos inocentes y grandes ojos lo perforaron. Eran dos zafiros ignorantes de la eminente muerte por motivos que jamás conocería.

Recorrió el dulce rostro del infante y deseó no haberlo hecho. El pequeño le sonrió y estiró su mano en busca de simpatía, soltó una encantadora carcajada uy aleteó en señal de querer jugar con él.

Angus cerró los ojos y extrajo la daga de plata que solía llevar.

—Perdóname, pequeño. Qué Dios se apiade de ti —susurró antes de perforar el frágil corazón que dejó de latir inmediatamente.

Pequeñas gotas de sangre del inocente salpicaron su rostro. El bebé era uno más de los tantos que había ejecutado desde que se había firmado la tregua. Un rostro más que lo perseguiría en sus agitados sueños. Jamás olvidaría la inocente y anhelante risa del pequeño, ni mucho menos las ansias de vivir que poseían sus ojos.

Quiso gritar de impotencia, pero se contuvo.

No podía ni siquiera empezar a imaginar el dolor de sus padres cuando encontraran a su primogénito muerto en su cuna,

La agonía laceró su supuesta alma, llevándolo a un suplicio inimaginable.

De la misma forma que había llegado se retiró de aquel lúgubre hogar.

Caminó sin rumbo fijo por las callejuelas de la Gran Capital. Se derrumbó apoyando su espalda en una fría pared, sintiéndose completamente desprotegido y lloró… lloró por quien había tenido que asesinar, lloró por los que había ejecutado en los siglos pasados, lloró por la injusticia y lloró por su propia solitaria y podrida existencia., y por primera vez desde que nació se sintió como un niño desesperado.

—Hey, muchacho, no llores —aquellas dulces palabras hicieron que una ola de calor recorriera su interior.

Angus levantó sus púrpuras ojos y se encontró con unos ojos de un color azul demasiado eléctricos para ser reales. La mujer le regaló una encantadora sonrisa y se giró para hablar con alguien que se encontraba a su espalda.

—Luis, mira. Parece como si fuera un cachorro sin hogar.

Un hombre de estatura media de cabello azabache se acercó para mirarlo.

—No es un perro, Clara. No puedes llevártelo a casa. Además mañana regresamos a Chile.

Ella lo miró enfurruñada y se cruzó de brazos. El hombre la miró y suspiró para luego girarse para hablar con él.

—Creo que le agradas a mi mujer. ¿No te gustaría tomarte un café con nosotros?

La mujer que se llamaba Clara aplaudió de felicidad y se volvió nuevamente hacia él.

—Mejor que sea un chocolate caliente. Mamá siempre me dijo que cuando alguien está triste el chocolate hace maravillas —le dijo de lo más animada—. Seamos amigos, ¿sí?

Angus supo, entonces, que jamás podría decirle que no a aquellos dos personajes, pero por sobre todo, supo que desde ese momento estaría dispuesto a sacrificar su vida por mantenerlos a salvo.

¿Qué tan equivocado podía estar? Sólo el tiempo se lo diría y, sin duda, que no estaría preparado para recibir los resultados.


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