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sábado, 8 de agosto de 2009

Submundo: capítulo 7

Capítulo 7:

Agustín se dejó caer en el elegante sofá Luis XIV y clavó su dorada mirada en el techo del salón de su mansión. A unos pasos de donde se encontraba, sonaban los incansables pitidos del sistema computacional de Dante.
Suspiró y observó la sala vacía mientras extraía del bolsillo de su chaqueta un cigarrillo. Lo encendió con la mayor tranquilidad que lo caracterizaba a pesar de que su corazón aún no se serenaba del todo. Mierda, había jugado demasiado cerca del fuego y casi lo habían pillado y lo peor era que no había sacado nada en limpio quedándose en la mansión de Eric.
Expulsó el humo con la misma lenta sensualidad con la que había extraído el cigarrillo y ordenó los últimos acontecimientos. Todo había sido condenadamente rápido. De pronto estaba ahí viendo cómo Eric bailaba con Nione y luego cómo el anciano de su maestro la sacaba de la pista de baile y el príncipe cambiaba de pareja, luego había venido el ataque que había sido tan rápido como sospechoso.
Había un buen grupo de guardias que pertenecían al Delta, sin embargo, la única que se había lanzado sobre el atacante en una loca persecución había sido Nione seguida de Edgard. Sólo esperaba que estuvieran bien.
Él se había quedado y había hablado con Dante y Levi que habían salido en una persecución de otro coche sospechoso, exactamente igual al del renegado y aún no volvían. Algo no le cuadraba, y eso era la pasividad por parte de los cazadores de elite ante el ataque. El único que se había mostrado perplejo había sido Ossian, pero el resto era como si estuvieran esperando el atentado y fueran una simple pantalla para ocultar la inmovilidad por parte de la organización.
¿Qué era lo que se estaba conspirando? ¿El Delta tenía algo que ver con los sucesivos ataques? ¿Pero con qué razón? Mierda, no debería sorprenderse. Uno de los motivos por lo cual había dimitido había sido la forma en que se llevaban las cosas: todo demasiado turbio. Tal vez su maestro había tenido razón al plantearle ese trabajo, aunque no podía dejarse de sorprender que Ossian dudara de sus congéneres… sin embargo, eso lo llevaba a otra cosa: si el cuarto anciano estaba dudando de los otros tres, era por algo.
Después de todo el viejo dicho parecía ser cierto: “cuando el río suena es porque piedras trae”
Sonrió en forma de entendimiento. ¿A quién quería engañar? Siempre lo había sabido o al menos lo había intuido. Estaban a punto de entrar en una guerra de poder y una vez que lo hicieran no habría forma de volver atrás. Soltó una pequeña carcajada al comprender otra cosa: Edgard no iba a estar nada, pero nada de contento. Quizás había llegado la hora de que dejara su estúpido anonimato atrás e hiciera frente lo que por derecho le correspondía.
Apagó el cigarrillo en un costoso cenicero de oro y esperó a que el sonido de motores se acercara aún más. Sólo esperaba que ese par hubiesen tenido éxito y les trajera información que le fuera útil, para comenzar a dejar atrás las suposiciones y poder establecer pruebas concretas.
—No te vas a creer lo que hemos encontrado —le llegó la voz entusiasmada de Dante desde el umbral de la entrada, mientras sentía bajar por las escaleras al contento y emocionado perro.
—Ándale avanza —oyó que gruñía Levi al mismo tiempo que lo hacía Mefistófeles.
—A esta altura me creo cualquier cosa, Dante. ¿Qué tienes para mí? —se oyó preguntar mientras giraba su rostro y observaba las dos figuras que entraban en ese preciso momento en la sala.
—Eran dos, Recart, y se suicidaron los cobardes —escupió Pasek, mientras dejaba atrás al malhumorado doberman—. Y creemos saber con qué. Pandales sólo tiene que hacer unas pruebas y sabremos o mejor dicho confirmaremos nuestras sospechas —concluyó mientras comenzaba a desarmarse.
Agustín observó a Dante que apenas había entrado se había sumergido en sus electrónicos amigos.
—Edgard no va a estar contento, pero creo que disfrutaré cuando llegue ese momento —sentenció sintiendo las miradas de sus dos compañeros clavados en él—. Ya saben siempre es entretenido verlo furioso —agregó al tiempo que sacaba otro cigarro del interior de su chaqueta.

Edgard se terminó de duchar y se vistió sólo con sus pantalones negros y una camisa del mismo color que dejó abierta. Debería haberse sacado los lentes de contacto apenas se había metido en el baño, ya que la irritación por haber dormido con ellos se le había vuelto insoportable, pero no se había querido arriesgar, no con ella en la otra habitación.
Mierda, o se había vuelto demasiado blando de la noche a la mañana o se había caído de un rascacielos y no se había dado cuenta, pero no sabía por qué se la había llevado a su casa y la había acostado en su cama. No se caracterizaba por ser para nada caritativo, debería haberla dejado en las puertas del Delta y haberse desentendido de ella para siempre. Pero no, ahí estaba él, renegado al cuarto de baño, mientras ella seguía durmiendo enredada en sus sábanas, y quizás hasta cuando, era obvio que había caído en letargo por la falta de alimentación. Cuando despertara la obligaría a tomarse un barril de sangre si con eso conseguía mantenerla alejada para siempre.
Suspiró mientras veía su reflejo borroso en el empañado espejo. Agachó la cabeza mientras se quitaba las estúpidas lentillas, luego volvió a levantar la vista y divisó entre el nublado objeto destellos de sus odiosos ojos.
Trecientos años. Trecientos años viviendo como vampiro, pero más de cien caminado sobre la tierra antes de ser convertido. ¿Cuánto tiempo más hubiese vivido si su creador no hubiese decidido abrazarlo? ¿Otro cien años más? Quizás doscientos o trecientos. Su sangre mestiza era fuerte, podría haber alcanzado los cuatrocientos años sin siquiera inmutarse, pero lo cierto era que la otra mitad de sus genes jamás hubiese aceptado la inmortalidad en su persona. Pero aquello se arregló rápido, había aparecido él y le había dado la posibilidad de dejar esa tierra salvaje en donde no era bienvenido e internarse en otro en donde nadie lo conocía ni lo conocería jamás.
Sólo unos pocos conocían sus secretos, incluido su maestro y había tenido suerte de que eran buenos confidentes. Agustín desde el primer momento en que se había dado cuenta de sus orígenes y de quién era su Sire, se había demostrado como si nada supiese, sólo que una otra vez se lo tomaba a broma, pero eso era normal en su persona: la mayoría de las cosas eran bromas para él.
Observó su borroso y empañado reflejo y se fijó en la iridiscencia de su mirada, heredada de su madre y tan particular en su raza. Los destellos azulinos y verdes le daban matices hermosos, pero él lo odiaba. Eran el constante recordatorio del rechazo del mundo. Nadie quería a los mestizos mucho menos si eran mitad humanos. Para las razas mágicas la humanidad era el último escalafón en la jerarquía y en la cadena alimenticia, sobre todo para la especie de su madre que a pesar de tener cierta fascinación a modo de curiosidad por los mortales, odiaban que se les comparara y se les mezclara con ellos: eran bastante elitistas y orgullosos de sus propias tradiciones que no aguantaban cualquier indicio de mancha en su nombre.
Sus ojos resplandecieron con amenaza cuando se acordó de su madre. Era una dama hermosa y poderosa, pero jamás tuvo las agallas para proteger a su hijo de las constantes burlas y del constante desaire por parte de sus congéneres. Se hizo la ciega, la sorda y la muda, después de todo hacía lo suficiente manteniéndolo en su mundo en donde sin duda sería menos rechazado que en el universo humano en donde sería visto como una anormalidad por sus ojos sobrenaturales.
Dejó caer la mano sobre el espejo y lo limpió bruscamente revelando su rostro. Ahí estaba, mirando aquellos inusuales y celestiales ojos, mirando con odio su propio reflejo, porque no había nada en él que no le recordara constantemente que su vida había sido maldita en el mismo momento en que había nacido, y que no pasaría aun cuando alguien decidiera segarla.
Se había acostumbra a estar solo, y maldita sea que era cierto. No necesitaba a muchas personas a su alrededor, se bastaba con las que tenía, pero había aparecido ella y de la nada había comenzado a metérsele bajo la piel. Mierda, era un incordio, una odiosa vampiresa, estúpida y malditamente hermosa, valiente e inocente y todavía no había podido desprenderse de ella y ahora la tenía sólo a unos pasos, impregnando sus cosas con su sutil perfume, invadiendo su sagrado espacio sin siquiera saber lo que estaba haciendo.
Resopló y trató de controlarse. Toda su vida había estado aprendiendo un férreo control y una figura femenina no se lo quitaría. Entraría en ese cuarto y la despertaría, la obligaría tomarse un vaso de sangre lo más fresca posible y la despacharía y procuraría mantenerla alejada de él: no necesitaba ninguna complicación más, suficiente tenía con las que ya poseía.
Se colocó las gafas oscuras y abrió la puerta del baño y salió a su habitación. Quería no mirarla, quería pasar de largo e ir a buscar el estúpido líquido, pero no pudo. Como le había pasado la noche anterior en los dominios de Randall, se quedó mirando su sensual y tierna figura sobre su gran cama: cielos, estaba jodido si no la extirpaba inmediatamente de su desastrosa y oscura vida.
Maldiciéndose por dentro abandonó la habitación, dejando una estela de melancolía y confusión tras sus pasos: el gran Edgard estaba a punto de caer.

Nione se despertó gradualmente pasando por todas las etapas del sueño hasta que se sintió lo suficientemente fuerte para abrir definitivamente los ojos.
El dolor de cabeza la asaltó en el mismo momento en que ingresó a la conciencia; esa era una de las cosas que odiaba del letargo. Se oyó gemir cuando intentó incorporarse. Maldita sea, todo su cuerpo pesaba el triple, era obvio que sus extremidades seguían dormidas y eso la enfurecía, porque la hacían sentir débil y vulnerable, dos cosas que ni de lejos era.
Estaba desorientada. La última vez que había estado conciente, había estado en un bosque… no, mejor dicho había estado en los brazos de ese idiota corriendo por un bosque. Se estremeció y no por la ira que debería haber sentido por aquel desagradable ser, sino por el sentimiento de placidez y bienestar que sintió al encontrarse en los fuertes y protectores brazos de Edgard.
¿A dónde diablos estaba? Porque sin duda que esa gran cama con sábanas de satín negro, no era lo roñosa cama de su habitación en el Delta, y ese olor arrollador y exótico tampoco era el de ella. Maldijo, ese olor ya se le hacía sumamente conocido y aunque odiara admitirlo le encantaba, se le hacía agua la boca.
—Estoy a la deriva. No, creo que he muerto y estoy en el cielo —murmuró sin percatarse que había otra presencia en la habitación.
—No, estás en mi cama y ya es hora de que vayas saliendo de ella —oyó aquella voz que parecía más un gruñido de un perro rabioso que cualquier otra cosa.
Bufó al darse cuenta que la había oído y de que en pocas palabras, la estaba echando. Mierda, si al menos se pudiera mover con normalidad, hace rato que le hubiese saltado encima y le hubiese golpeado hasta dejarle claro con quién estaba tratando. Su mal humor comenzaba a molestarle de mala manera y si no la quería en su cama, porque diablos la había llevado ahí, en primer lugar. Reparando en esa verdad se levantó bruscamente obviando el esfuerzo que le provocaba moverse aún y se sentó fijando su mirada en aquel desgraciado.
Debió haberse quedado tendida y no haberse precipitado cuando ante sus ojos se reveló la imagen más hermosa, sensual y masculina que pudiese existir. No tenía palabras para describir lo que estaba viendo y su cuerpo parecía haber reaccionado ante su presencia.
Nione sabía y estaba más que conciente que ese macho era extremadamente bello, sexy, un dios del sexo, para ser más exacto, pero verlo salido recién de la ducha, con su largo cabello negro cayendo sobre sus hombros aun húmedo por el baño y ver su torso desnudo y toda aquella dorada piel perdiéndose en la negra camisa, que había dejado abierta, lograron que la boca se le secara y que el pulso se le disparara peligrosamente. Tuvo que morderse la lengua para no dejar ver debilidad y perturbación alguna, sin embargo, el calor que sintió en su cara le indicó que todo esfuerzo por ocultarlo era inútil. Dios, por primera vez en su existencia se estaba sonrojando ante la desequilibrada respuesta de su propio cuerpo.
—Esto… yo —tartamudeó, tratando de quitar su vista sobre él. Recorrió su rostro y se dio cuenta de que seguía llevando esas estúpidas gafas lo que provocó, sin lugar a dudas, que quisiera arrebatárselas para descubrir esa parte que él se esforzaba por mantener oculta.
—Toma, bebe y luego lárgate —le ordenó él, mientras le tendía un vaso grande con un espeso líquido rojo.
Su primera reacción fue rechazarlo. No quería beber algo insípido e inconsistente, pero apenas le puso el vaso ante sus narices, todo lo anterior se desvaneció. El olor de aquella sangre era extremadamente apetitosa como si fuese realmente fresca. Sintió que sus colmillos se alargaban y sin prestar atención a nada más y sin cuestionar nada, se la quitó de las manos y se concentró en beber aquel líquido escarlata.
El primer sorbo fue una inyección de vida a su cansado cuerpo; con el segundo, sintió que sus sentidos se activaban, y con el tercero, ya nada pareció existir, sólo esa exquisita sangre y su sed que se iba aplacando poco a poco. Cerró los ojos y disfrutó de esa pequeña tregua. Cuando acabó alzó la vista y se encontró con que él no despegaba su escrutinio de sobre ella lo que la llevó a preguntarse si tal vez la había envenenado.
—No la habrás envenenado, ¿verdad? —le preguntó sintiéndose de pronto demasiado vulnerable ante aquel sujeto, casi como una niña que está frente a una gran bestia e intenta domesticarla.
Él alzó una ceja y dibujó una pequeña sonrisa en el rostro, pero lejos de ser intimidante o amenazante, fue totalmente de diversión, lo que la dejó sin respiración, porque aquel pequeño gesto logró que su rostro se viese mucho más hermoso, si acaso eso era posible.
—No ocupo métodos tan viles, además tampoco gastaría mi tiempo ni mi dinero buscando algún veneno que mate a vampiros. Prefiero los métodos directos, además si quisiera matarte lo hubiese hecho hace rato y no me hubiese molestado en soportar tu cháchara y tu molesta presencia —le contestó volviendo a su usual malhumor, era mucho pedir.
—Entonces, ¿por qué me miras tanto? —le preguntó cautelosamente, tenía miedo que al tender la mano la bestia la mordiera.
Él pareció reaccionar y volvió a refugiarse tras esa gran pared que parecía tener siempre levantada. Volvió a su expresión estoica y el aura de malhumor y de hostilidad se alzó alrededor de él.
—Me estoy preguntando qué necesitaré darte para que te marches de una vez por todas —le espetó fríamente y aquello consiguió sacarla de sus casillas.
Sin meditar mucho, se levantó de la cama y se plantó frente a él, quien por un momento lució ligeramente confuso, pero luego todo rastro de asombro se borró por completo, volviendo a mostrar esa fría máscara.
—Eres insoportable, ¿lo sabías? —le preguntó encarándolo y obviando la amenaza que desprendía aquel macho. Que se jodiera si creía que la iba a intimidar.
—En las últimas horas me lo has recordado mucho —le contestó secamente, pero sin retroceder.
—Entonces deberías preguntarte por qué te lo recuerdo tanto —le dijo.
—No es como si me importara lo que pienses de mí, muchacha —le respondió dejando entrever el fastidio que sentía. Eso era mucho mejor que su fría postura.
—Claro, el Gran Edgard, puede cuidar de sí mismo y no necesita a nadie más. Es feliz con su vida solitaria y trágica —se burló y movió las manos en señal de desprecio a su fachada de chico malo y sufrido—. ¿Sabes una cosa, macho alfa? Esa fachada hace rato que pasó de moda. Harías bien en suavizar un poco tus palabras, tal vez te hicieras con un amigo —agregó sintiéndose demasiado furiosa como para darse cuenta que había tocado fibra, para cuando se percató ya era demasiado tarde para remediarlo.

Edgard sintió que le pegaban una bofetada por lo cual se quedó en una primera instancia demasiado sorprendido para reaccionar, pero cuando se dio cuanta de lo que la chiquilla le había dicho una furia ciega se apoderó de él.
¿Qué se creía esa niñita? ¿Acaso pensaba que conocía la vida como para dar esos juicios de valor sin conocer a la persona?
—Eso tú no lo sabes. Seguramente siempre has estado sumamente protegida tras las paredes del Delta, persiguiendo y cazando a los que se salían de la ley, pero sin cuestionar un minuto por qué lo han hecho. Tengo noticias para ti, princesita, el mundo es mucho más cruel y trágico a como te lo has pintado en tu hueca cabecita. A sus habitantes rara vez les importa lo que el otro piensa. Allí afuera, princesa, reina la ley de la selva: el más fuerte sobrevive, harías bien con recordarlo antes de hablar, muñeca —le gritó sintiéndose totalmente descontrolado y furioso. Esa mujer lo estaba llevando a sus límites.
La vio respirar aceleradamente, pero en ningún momento retrocedió o agachó la vista. Todo lo contrario, mantuvo su mirada alzada, dejando ver el brillo de desafío y de furia que corría en su interior. Aquello logró que se olvidara de todo, su boca se secó y su pulso se aceleró.
—Mierda —maldijo al darse cuenta que la deseaba, la deseaba mucho. La furia y la necesidad reprimida lo estaban agotando a una velocidad alarmante—. Lo mejor será que te vayas —le dijo entrecortadamente, luchando por no lanzarse sobre ella. Quería ahogarla a la misma vez que quería besarla… no, la verdad era que quería poseerle primitiva y salvajemente hasta domarla, hasta demostrarle quién era su dueño. Dios, ¿cuándo había sentido aquel sentimiento de posesión y deseo?
Ella pareció notar su turbación, pero no se movió un ápice. Siguió desafiándolo sin darse cuenta que con eso lo empujaba cada vez al descontrol.
—Y si no me voy, ¿qué me vas hacer? —le preguntó altaneramente sin reparar en el error que había cometido.
Antes de que toda cordura volviera a su cabeza, la tomó por la cintura y la atrajo hacia su cuerpo al tiempo que con la otra mano inmovilizaba las suyas y con su boca capturaba sus labios. Con aquel acto perdió totalmente la cabeza. Todo se desvaneció a excepción de ellos dos y la pasión desenfrenada que había surgido apenas él había capturado esa boca en un salvaje y demandante beso.
Su sabor era exquisito, dulzón y sensual. Un afrodisíaco que hacía mucho más voluble su situación. Sus labios eran suaves y cálidos y respondían a su demanda con la misma necesidad y deseo. Ella dejó escapar un gemido que fue ahogado por su boca. Sintió que las manos femeninas se soltaban de su agarre y se abrían paso por entre su camisa, disparando aún más su descontrol y su excitación. Dios, era perfecta y se acoplaba con delirante precisión a su fornido cuerpo. Era como si hubiese sido hecha para él. Aquello lo asustó a la misma vez que lo complació.
Se separó un poco de aquel refugio y la observó a los ojos, lucía pecaminosamente hermosa con los labios hinchados y rojos por su beso y los ojos nublados por el deseo y la lujuria.
—Si no te vas, voy a follarte, princesa —sentenció volviendo a capturar esa boca con sus labios.
Su entrega fue completa, se rindió completamente a él por lo cual no perdió tiempo en nada más. La recostó en la cama y se colocó sobre ella sin dejar de besarla en ningún momento. Colocó su mano en uno de sus muslos y acarició la tersa piel, deleitándose con la suavidad y la sensación que le provocaba. Ella tembló y jadeo en su boca, mientras acariciaba sus pectorales y su estómago, aquellas caricias lo estaban volviendo loco. La quería desnuda y jadeante por sus arremetidas. Mierda, quería hundirse en ella sin ningún preámbulo, la quería ya.
Comenzó a levantar su vestido mientras que con la otra mano acunaba y masajeaba su pecho que se ajustaba con perfección a sus dedos. Ella se arqueó por el placer que la invadió, rozando su erección que dolió por la espera y el retraso.
—Mierda —murmuró volviéndose a perder en sus labios, pero ella rompió el contacto al poco tiempo. Él la observó y se congeló cuando se dio cuenta lo que pretendía hacer. Las manos de Nione abandonaron su reconocimiento y se alzaron hacia su rostro, hasta agarrar las gafas, pero él no le dio tiempo a quitárselas. Se levantó dejándola jadeante y expectante.
—¿Qué… q —oyó que ella intentaba hablar. Toda la cordura volvió a su cabeza y se maldijo por ser tan débil.
—Será mejor que te vayas —le dijo, comenzando a cerrar su camisa.
—¿Edgard? —lo llamó y trató de cogerlo, pero él se levantó esquivándola. Ella dejó caer la mano y sus ojos se nublaron por la decepción y el miedo.
Bien, ella ahora le temía y lo repudiaba. Debería sentirse alegre, pero la verdad era otra, se sentía malditamente confuso y perdido.
—Ándate, Nione, y no vuelvas —le contestó saliendo de la habitación pegando un portazo.
Una vez fuera se apoyó de la puerta y llevó su mano hacia el rostro cubriéndolo por completo. Jamás pensó que volvería sentir miedo y confusión en los niveles en que lo estaba sintiendo ahora. De pronto, nuevamente se sentía como cuando era niño: la soledad le pesaba ahora más que nunca.
Bajó las escaleras, cogió las llaves de su auto y se marchó arrancando de la criatura que le hacía perder el control de aquella forma.

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